El sicariato

En la antigua Roma, sicario significaba el hombre-daga; “sica” es una daga pequeña, fácil de esconderse para apuñalar a los enemigos políticos. En la actualidad es el asesino que mata por encargo, a cambio de una compensación económica. El fenómeno del sicariato no es nuevo en el mundo ni está ausente del Ecuador, no es un hecho delictivo que “llega desde afuera” del país ni que tampoco es reciente. Ejemplos políticos de antaño son los casos de los llamados “pichirilos” que sembraron el terror o el asesinato de Abdón Calderón Muñoz; pero también el ajusticiamiento a 18 ejecutivos carcelarios ocurridos en estos cinco últimos años.

En el Ecuador existe, se ha incrementado y ha cambiado; sin embargo se lo niega. El sicariato no es solo un fenómeno aislado de unos sujetos que usan la violencia para cometer homicidios por encargo; es algo mucho más complejo, donde su realidad está construida sobre la base de un conjunto de redes sociales compuestas, por lo menos, por cuatro actores explícitos: el contratante, el intermediario, el ejecutor y la víctima; los cuales pueden ser una persona o varias. En muchos casos ni se conocen entre ellos.

Este fenómeno está creciendo en el país en la obscuridad porque se niega su existencia –aunque todos saben la realidad- o porque se lo recubre bajo el calificativo de homicidio agravado.

El jefe de la Policía Judicial de Pichincha, Rodrigo Tamayo, señala: “No consideramos la existencia del sicariato. Lo que aceptamos es el homicidio agravado”.

El sicariato no es homogéneo en un doble sentido: por un lado, en términos de la víctima, se trata de acciones de ajuste de cuentas sociales, políticas, económicas o judiciales ejecutadas por el crimen organizado y donde el homicidio tiene un nivel de organización bastante sofisticado: armas de fuego, motocicleta, espacio de la vida cotidiana, costo alto del contrato, intermediación compleja y una víctima vinculada al sistema judicial (Cando), policial o a grupos políticos (Hurtado). Y por otro lado, un ajuste de cuentas por pasiones, tierras, repartos económicos o intimidaciones legales. Según la complejidad de la víctima el lugar de contratación varía: en el primer caso, el servicio es profesional y se requieren contactos de alto nivel; en el segundo, se lo consigue a través de ciertos informantes en determinados barrios y burdeles. Y el precio del “servicio”, por lo tanto, también varía según el tipo de la víctima.

En números absolutos Guayaquil es la ciudad que más homicidios de este tipo tiene; pero es Sucumbíos el más alto en términos relativos a la tasa por población. Quevedo, Santo Domingo y San Lorenzo no se quedan atrás. Si bien el número de homicidios no es tan significativo en el conjunto nacional, sus efectos son devastadores en los ámbitos de la impunidad, de los valores que genera, de la violencia que tiene y del desarrollo de un entramado de redes sociales que tiende a ampliarse para hacer justicia por propia mano y para legitimar a la violencia como un mecanismo de resolución de conflictos.

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El sicariato

En la antigua Roma, sicario significaba el hombre-daga; “sica” es una daga pequeña, fácil de esconderse para apuñalar a los enemigos políticos. En la actualidad es el asesino que mata por encargo, a cambio de una compensación económica. El fenómeno del sicariato no es nuevo en el mundo ni está ausente del Ecuador, no es un hecho delictivo que “llega desde afuera” del país ni que tampoco es reciente. Ejemplos políticos de antaño son los casos de los llamados “pichirilos” que sembraron el terror o el asesinato de Abdón Calderón Muñoz; pero también el ajusticiamiento a 18 ejecutivos carcelarios ocurridos en estos cinco últimos años.

En el Ecuador existe, se ha incrementado y ha cambiado; sin embargo se lo niega. El sicariato no es solo un fenómeno aislado de unos sujetos que usan la violencia para cometer homicidios por encargo; es algo mucho más complejo, donde su realidad está construida sobre la base de un conjunto de redes sociales compuestas, por lo menos, por cuatro actores explícitos: el contratante, el intermediario, el ejecutor y la víctima; los cuales pueden ser una persona o varias. En muchos casos ni se conocen entre ellos.

Este fenómeno está creciendo en el país en la obscuridad porque se niega su existencia –aunque todos saben la realidad- o porque se lo recubre bajo el calificativo de homicidio agravado.

El jefe de la Policía Judicial de Pichincha, Rodrigo Tamayo, señala: “No consideramos la existencia del sicariato. Lo que aceptamos es el homicidio agravado”.

El sicariato no es homogéneo en un doble sentido: por un lado, en términos de la víctima, se trata de acciones de ajuste de cuentas sociales, políticas, económicas o judiciales ejecutadas por el crimen organizado y donde el homicidio tiene un nivel de organización bastante sofisticado: armas de fuego, motocicleta, espacio de la vida cotidiana, costo alto del contrato, intermediación compleja y una víctima vinculada al sistema judicial (Cando), policial o a grupos políticos (Hurtado). Y por otro lado, un ajuste de cuentas por pasiones, tierras, repartos económicos o intimidaciones legales. Según la complejidad de la víctima el lugar de contratación varía: en el primer caso, el servicio es profesional y se requieren contactos de alto nivel; en el segundo, se lo consigue a través de ciertos informantes en determinados barrios y burdeles. Y el precio del “servicio”, por lo tanto, también varía según el tipo de la víctima.

En números absolutos Guayaquil es la ciudad que más homicidios de este tipo tiene; pero es Sucumbíos el más alto en términos relativos a la tasa por población. Quevedo, Santo Domingo y San Lorenzo no se quedan atrás. Si bien el número de homicidios no es tan significativo en el conjunto nacional, sus efectos son devastadores en los ámbitos de la impunidad, de los valores que genera, de la violencia que tiene y del desarrollo de un entramado de redes sociales que tiende a ampliarse para hacer justicia por propia mano y para legitimar a la violencia como un mecanismo de resolución de conflictos.

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