La isla de 2 caras

La tribu de los mokokos vivía en el lado malo de la isla de las dos caras. Los dos lados, separados por un gran acantilado, eran como la noche y el día. El lado bueno estaba regado por ríos y lleno de árboles, flores, pájaros y comida fácil y abundante, mientras que en el lado malo, sin apenas agua ni plantas, se agolpaban las bestias feroces. Los mokokos tenían la desgracia de vivir allí desde siempre, sin que hubiera forma de cruzar. Su vida era dura y difícil: apenas tenían comida y bebida para todos y vivían siempre aterrorizados por las fieras, que periódicamente devoraban a alguno de los miembros de la tribu.

La leyenda contaba que algunos de sus antepasados habían podido cruzar con la única ayuda de una pequeña pértiga; pero hacía tantos años que no crecía un árbol lo suficientemente resistente como para fabricar una pértiga, que pocos mokokos creían que aquello fuera posible y se habían acostumbrado a su difícil y resignada vida, pasando hambre y soñando con no acabar como cena de alguna bestia hambrienta.

Pero quiso la naturaleza que precisamente junto al borde del acantilado que separaba las dos caras de la isla, creciera un árbol delgaducho pero fuerte con el que pudieron construir dos pértigas. La expectación fue enorme y no hubo dudas al elegir a los afortunados que podrían utilizarlas: el gran jefe y el hechicero.

Pero cuando estos tuvieron la oportunidad de dar el salto, sintieron tanto miedo que no se atrevieron a hacerlo: pensaron que la pértiga podría quebrarse, o que no sería suficientemente larga, o que algo saldría mal durante el salto… y dieron tanta vida a aquellos pensamientos que su miedo les llevó a rendirse. Y cuando se vieron así, pensando que podrían ser objeto de burlas y comentarios, decidieron inventar viejas historias y leyendas de saltos fallidos e intentos fracasados de llegar al otro lado. Y tanto las contaron y las extendieron, que no había mokoko que no supiera de la imprudencia e insensatez que supondría tan siquiera intentar el salto. Y allí se quedaron las pértigas, disponibles para quien quisiera utilizarlas, pero abandonadas por todos, pues tomar una de aquellas pértigas se había convertido, a fuerza de repetirlo, en lo más impropio de un mokoko. Era una traición a los valores de sufrimiento y resistencia que tanto les distinguían.

Pero en aquella tribu surgieron Naru y Ariki, un par de corazones jóvenes que deseaban en su interior una vida diferente y, animados por la fuerza de su amor, decidieron un día utilizar las pértigas. Nadie se lo impidió, pero todos trataron de desanimarlos, convenciéndolos con mil explicaciones de los peligros del salto.

– ¿Y si fuera cierto lo que dicen? – se preguntaba el joven Naru.

– No hagas caso ¿Por qué hablan tanto de un salto que nunca han hecho? Yo también tengo un poco de miedo, pero no parece tan difícil -respondía Ariki, siempre decidida.

– Pero si sale mal, sería un final terrible – seguía Naru, indeciso.

– Puede que el salto nos salga mal, y puede que no. Pero quedarnos para siempre en este lado de la isla nos saldrá mal seguro ¿Conoces a alguien que no haya muerto devorado por las fieras o por el hambre? Ese también es un final terrible, aunque parezca que nos aún nos queda lejos.

– Tienes razón, Ariki. Y si esperásemos mucho, igual no tendríamos las fuerzas para dar este salto…

Lo haremos mañana mismo Al día siguiente, Naru y Ariki saltaron a la cara buena de la isla.

Mientras recogían las pértigas, el miedo apenas les dejaba respirar.

Cuando volaban por los aires, indefensos y sin apoyos, sentían que algo había salido mal y les esperaba una muerte segura. Pero cuando aterrizaron en el otro lado de la isla y se abrazaron felices y alborotados, pensaron que no había sido para tanto. Y mientras corrían a descubrir su nueva vida, pudieron escuchar a sus espaldas, como en un coro de voces apagadas:

– Ha sido suerte. – Yo pensaba hacerlo mañana – ¡Qué salto tan malo! Si no llega a ser por la pértiga… Y comprendieron por qué tan pocos saltaban, porque en la cara mala de la isla sólo se oían las voces resignadas de aquellas personas sin sueños, llenas de miedo y desesperanza, que no saltarían nunca…

De Pedro Pablo Sacristán, en www.cuentosparadormir.com/

Un cuento de los 4 cerditos

Hace ya muchos años y en un país muy lejano, tras una larga enfermedad un acaudalado cerdito yacía en su lecho esperando que transcurrieran los últimos días de su vida. Consciente de su estado, convocó a sus cuatro hijos para expresarles su última voluntad.

– Cerditos míos, está llegando mi última hora y, tras una vida de esfuerzos y trabajo he conseguido reunir una cierta cantidad de dinero que les quiero transmitir en partes iguales, tan sólo les pido que con ella monten un negocio de restauración, que como ustedes saben, ha sido la gran pasión de mi vida. Háganlo y, por favor intenten ser cerditos de provecho.

Tras un emotivo sepelio, los cuatro cerditos se dirigieron a sus respectivas ciudades. Como daba la casualidad de que los cuatro estaban casados, lo primero que hicieron fue explicarles a sus parejas lo sucedido y cuáles eran sus planes de inversión con el dinero recibido de la herencia

El cerdito mayor habló de esta forma:

– Mira, cerdita mía, voy a montar un restaurante de bellotas azules, esas que tanto nos gustan a ti y a mí. A lo que su pareja le contestó

– ¿Estás seguro? Esas bellotas sólo nos gustan a ti y a mí, y cuando vienen invitados nunca las puedo servir…

– Tú tranquila, nosotros somos cerditos de buen gusto y ya verás cómo acabarán triunfando

El segundo cerdito expresó su pensamiento de la siguiente manera:

– Amor mío, vamos a montar una tienda de degustación de embutidos, que he visto que tienen una gran demanda entre los humanos

– Pero qué dices, ¡eso es un horror! -le contestó su pareja-

– Eso da igual, porque vamos a conseguir mucho dinero y eso lo compensa todo Por su parte el tercer cerdito, meditó antes de hablar con su cerdita, y finalmente le expuso lo siguiente:

– Cerdita de mis amores, he pensado que de entre todos los manjares que nos gustan a los dos, hagamos una encuesta entre todos nuestros vecinos y familiares para poder ver cuales tienen mayor aceptación y así haremos un restaurante que se adapte a ello.

– Fantástico-, respondió entusiasmada la cerdita Finalmente el cuarto cerdito le contó en medio de una fiesta a su esposa:

– Mira, ¿sabes qué? Da igual el restaurante que pongamos, total esto es muy fácil y cualquier cosa nos va a funcionar.

– ¿Estás seguro mi amor?, –dijo ella sin prestar mucha atención.

– Claro que sí, ¡no por nada soy el más listo de la granja! Pasaron los días y los años, y los cuatro cerditos volvieron a reunirse en una celebración familiar.

Como no podía ser de otra forma, acabaron hablando de sus respectivas experiencias en los negocios.

– No me quejo, –comentó el primer cerdito- nunca le ha faltado a mi familia techo ni comida, pero nos cuesta mucho llegar a final de mes y apenas hemos tenido vacaciones.

Esas bellotas azules que tanto nos entusiasman, no han tenido aceptación y parece que jamás la van a tener.

El segundo cerdito dijo por su parte:

– Que curioso, a mí me ha sucedido más bien lo contrario, nunca nos ha faltado el dinero.

Mi tienda de degustación de embutido ha sido un éxito y he ampliado el negocio varias veces.

Lo que pasa que nunca he disfrutado con mi negocio y he maldecido cada día mi trabajo al levantarme por la mañana.

– Pues parece que yo soy el que ha tenido más suerte –comentó el tercer cerdito-, nuestro restaurante encanta a nuestra familia y ha tenido una gran aceptación en nuestra ciudad tal como habíamos previsto. Nunca nos ha faltado el dinero y, lo que es mejor, disfrutamos cada día con nuestro trabajo.

– ¡Que envidia me das! – Exclamó el cuarto cerdito-

Yo monté un restaurante que ni yo mismo sabía que ofrecía.

En una semana lo tuvimos listo para abrir, pero lo tuvimos que cerrar al cabo de un año, y provocó tantas discusiones con mi mujer que acabamos separándonos.

Ahora vivo casi en la indigencia y no se cuál va a ser mi futuro. De pronto apareció en la escena, la anciana madre de los cerditos:

– Os he estado escuchando tras la cortina, no he podido evitarlo, y ahora me arrepiento de no haber insistido más a su padre de que se equivocaba y de que no acertó al repartir la herencia en esas condiciones, porque es muy fácil transmitir el dinero, pero muy difícil transmitir una pasión.

Visto en: http://www.albertmora.com

Empuja la vaca

Un sabio paseaba con su discípulo por un paraje totalmente desértico, donde no había nada, ni casas, ni tiendas, ni carreteras. Nada. En medio de ese paraje vieron que había una casa muy pobre y decidieron acercarse. En aquella choza vivía una familia, el padre, la madre y cinco hijos, vestidos pobremente. El sabio le preguntó al padre de la familia: «En este lugar no hay nada ¿cómo hacen para sobrevivir aquí?» El padre respondió: “Pues nosotros tenemos una vaca que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otras cosas y con la otra parte hacemos queso, cuajada, etc. para nuestro consumo y así es como vamos sobreviviendo.» El sabio agradeció la información, se despidió y se fue. Cuando habían recorrido un tramo, el sabio le dijo a su discípulo: «Vuelve, coge la vaca y empújala por aquel precipicio». El discípulo le contestó espantado: «¿Pero cómo voy a hacer yo eso? Esa vaca es lo único que tienen para sobrevivir, ¡no puedo matarla!», pero el sabio, con mucha calma volvió a repetir: «Vuelve, coge la vaca y empújala por aquel precipicio». El discípulo obedeció muy triste. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante algunos años. Al cabo del tiempo, todavía con sentimiento de culpa por lo que había hecho, el discípulo decidió volver a aquel paraje a pedirle perdón a la familia por lo que había hecho. Sin embargo, cuando llegó a aquel paraje, observó que en el lugar de la choza había una casa muy bonita, con un jardín precioso, un coche en la puerta, muchos juguetes por todas partes. En un primer momento el discípulo pensó que aquella familia tan humilde no habría sobrevivido sin la vaca, pero pronto se dio cuenta que aquellos niños que jugaban en el jardín eran los mismos que él había conocido tiempo atrás. Entró en la casa y vio que allí estaban el padre y la madre de la familia, muy felices. Les preguntó: «Hace un tiempo vine y no tenían nada, ¿Cómo han hecho para prosperar de esta manera?» Y el padre contestó: «Pues muy fácil, antes teníamos una vaca que nos daba leche, la mitad la vendíamos y la otra mitad la consumíamos», pero un buen día la vaca murió y tuvimos que aprender a hacer otras cosas diferentes, a desarrollar otras habilidades que ni siquiera sabíamos que teníamos. Nos habíamos conformado con lo que nos daba esa vaca. Cuando ya no la tuvimos, pudimos crecer Del libro «La culpa es de la Vaca», citado en http://piensosientosoy.blogspot.com.ar

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