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Tal vez hayas escuchado la historia de John Stephen Akhwari, el corredor de maratones de Tanzania que quedó en último lugar en las Olimpíadas de 1986 en México. Ningún corredor que ha terminado en último lugar ha quedado tan atrás.
Se lesionó mientras viajaba y entró al estadio cojeando con la pierna ensangrentada y vendada. Había pasado más de una hora desde que el resto de los corredores terminó la carrera. Sólo quedaban unos cuantos espectadores en las gradas cuando Akhwari terminó de cruzar la meta.
Cuando le preguntaron por qué siguió corriendo a pesar del dolor, Akhwari contestó: «Mi país no me envió a México a iniciar la carrera. Me envió a terminarla.»
La actitud de este atleta debe ser la nuestra a medida que envejecemos. Tenemos «una carrera por delante» (Hebreos 12:1), y hemos de seguir corriendo hasta que lleguemos a la meta final.
Nadie es demasiado viejo para servir a Dios. Debemos seguir creciendo, madurando y sirviendo hasta el final de nuestros días. Desperdiciar nuestros últimos años es robar a la Iglesia los dones selectos que Dios nos ha dado para compartir. Hay un servicio que prestar. Todavía hay mucho que hacer.
Así que sigamos corriendo «con paciencia». Terminemos la carrera. . . con firmeza. –David Roper
Hebreos 12:1.
. . . corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante.
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Una joven pareja se mudó a otra ciudad, lejos de la familia y los amigos. Llegó la mudanza, la pareja desempacó sus pertenencias y el marido empezó a trabajar a la semana siguiente. Todos los días al llegar a su casa, su esposa lo recibía en la puerta con una nueva queja.
- “Aquí hace mucho calor”.
- “Los vecinos no son amigables”.
- “La casa es muy chica”.
- “Los niños me están volviendo loca”.
Y cada tarde, su esposo la abrazaba mientras escuchaba sus comentarios negativos. Lo siento, le decía, “¿qué puedo hacer para ayudarte?”
Su esposa se calmaba y se secaba las lágrimas, pero empezaba con lo mismo al día siguiente.
Una tarde, su marido llegó a su casa con una hermosa planta con flores. Encontró un sitio apropiado en el jardín y la plantó. “Querida, le dijo, cada vez que te sientas triste, sal al jardín. Imagina que eres esa plantita, y mira como crece en tu jardín”.
Cada semana traía a casa un árbol nuevo, o rosales, o plantas y las plantaba en el jardín. Su esposa cortó algunas flores y se las llevó a una vecina. Cada mañana regaba el jardín y observaba el crecimiento de las plantas.
También creció la amistad con otras mujeres de la cuadra y le pidieron consejo con sus jardines. Muy pronto, también le estaban pidiendo consejo espiritual.
Al finalizar el año siguiente, el jardín de esta pareja se parecía a los jardines que aparecen en la revista Buen Hogar.
Nuestro Padre Celestial sabe que todos tenemos que aprender a florecer en el lugar en el cual hemos sido trasplantados. Con su sabio toque de amor, no sólo vamos a florecer sino que vamos a producir continuamente el fruto del amor, la ternura y el contentamiento

