LA FAMILIA es ordenada por Dios. El matrimonio entre el hombre y la mujer es esencial para Su plan eterno. Los hijos tienen el derecho de nacer dentro de los lazos del matrimonio, y de ser criados por un padre y una madre que honran sus promesas matrimoniales con fidelidad completa. Hay más posibilidades de lograr la felicidad en la vida familiar cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo. Los matrimonios y las familias que logran tener éxito se establecen y mantienen sobre los principios de la fe, la oración, el arrepentimiento, el perdón, el respeto, el amor, la compasión, el trabajo y las actividades recreativas edificantes. Por designio divino, el padre debe presidir sobre la familia con amor y rectitud y tiene la responsabilidad de protegerla y de proveerle las cosas necesarias de la vida. La responsabilidad primordial de la madre es criar a los hijos. En estas responsabilidades sagradas, el padre y la madre, como iguales, están obligados a ayudarse mutuamente. Las incapacidades físicas, la muerte u otras circunstancias pueden requerir una adaptación individual. Otros familiares deben ayudar cuando sea necesario.
«En nuestra búsqueda para llegar a ser lo mejor de nosotros mismos, hay varias preguntas que podrían guiarnos: ¿Soy lo que quiero ser? ¿Estoy hoy más cerca del Salvador que ayer? ¿Estaré aún más cerca de Él mañana? ¿Tengo el valor necesario para cambiar? Es hora de que escojamos un sendero que con frecuencia se descuida, uno que podríamos llamar «El sendero de la familia», a fin de que nuestros hijos y nuestros nietos puedan crecer hasta alcanzar todo su potencial. Hay una tendencia internacional que lleva consigo un tácito mensaje: ‘Retorna a tus raíces, a tu familia, a las lecciones aprendidas, a la existencia vivida, a los ejemplos demostrados, sí, a los valores de la familia’. Es en el hogar en donde modelamos nuestras actitudes, nuestras verdaderas creencias. Es en el hogar en donde se fomenta o se destruye la esperanza. Nuestros hogares deben ser mucho más que santuarios. Deben ser lugares donde el Espíritu de Dios pueda morar, donde las tempestades se detengan a sus puertas, donde reine el amor y more la paz.»
(Pte. Thomas S. Monson, Liahona abril 2006, págs. 3,4)
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