
Ay Lucía, ahora que te veo con ese cuerpecito de niña, con esa blusa sombría, con las mangas rajadas, con disecada mirada, puedo recordar aquel día en aquel carrusel de parque, cuyo nombre se ha esfumado, cuando vislumbré tus ojos frondosos, tus senos juguetones, tu alma que irradiaba blanca luz y… y.. ¡ay! oí tu voz de caramillo.
_Hola-me dijiste.
Te estreché la mano y Venus sonrió.
_Lucía es mi nombre. Lucía Rosseti.
Pasaron muchas noches, volaron ataúdes por las callejas sucias, gritos de sangre bulleron por las aceras, el sudor no daba tregua, murió mi padre, el sastre, el pan, el sudor, el que era todo, hasta que casi gateando por el parque de mi juventud apareciste y la luna te envolvió en su velo y hubo alegría. Y ese día, a mis quince años, te besé y sentí que germinó algo que nunca moriría, que sería eterno. Bien, ahora estás aquí, con un cuerpecito de niña, y tus ojos lloran la más amarga de las escampadas.
_Señor, señor. ¿No ayuda usted a la muchacha?
_¿Qué?, chilló el del periódico
_Señor, pero si es la que llora, la que aúlla..
:_¡Calle, está loco!
Los vendedores pasan corriendo, los carros son exhalaciones, y nadie te puede ver. ¿Es que eres una sombra? Oh, Lucía mía, tu piel es tersa, tus manecillas son de algodón, tu rostro está viejo, enjuto y tu nariz encorvada. Recuerdo que un día me susurraste en el oído diciendo: “Yo no voy a ser anciana, prefiero morirrrrr” ¡Ay, cómo acentuabas ese morirrrrr! Y sigues viva y eres joven, pero eres vieja y tal vez no existes (¿o atraviesan mis pupilas las visiones ocultas del magnético anhelo y del sacro cosmos?). Estando en esta silla de ruedas, sin un brazo, sin piernas, no queda más que sumirse en prolongadas meditaciones, las cuales cavan hoyos, desentierran tesoros.
Puesto que, como un triste fantasma, estás ante mí, déjame desvelar tu pasado, oh numen que un día amé como mujer, hoy como humano, enhebrar los episodios que fueron haciendo de ti, este embotado ser de perdición.
Escucha: Después de besarnos, tus cejas se arquearon, tu boca se abrió como un portal y me dijiste que tenías que irte. Pasaron ocho días hasta que el carrusel nos encontró y te disculpaste aludiendo a la “maniática severidad” de tus padres y su fatídica precisión para calcular “el tiempo”. Tu alma danzó y salmodió el deseo frenético de amar y alcanzar la libertad de los nevados, que no son dominados y desafían al sol. ¿Qué,… que cómo lo sé? Ay Lucía, la energía es veraz, ella revela la cámara del interior, su fluidez es mejor que la de las palabras, que traman engaño y son un fuego incontrolable. Tu interior era salvaje, tal vez porque Bernarda Alba te acuciaba, tal vez porque el sol latino de tu interior ardía, sembraba desiertos, vomitaba tigres, y pedía agua. Debes recordar, que desde ese día no volviste a ser la jovencita dócil y hogareña. Te volviste rebelde, a tus padres les gritabas y escapabas de casa para escapar del mundo y emprender el viaje hacia la encantada isla de mis besos. Era yo en ese entonces un joven ingenuo y poco conocedor de la naturaleza humana como para entender que tus mismísimas ansias de libertad te sujetarían, te aprisionarían, y con tétricos grilletes te llevarían hacia la hedionda celda de mugres ratas cuyo nombre es “Las Drogas”.
Transcurrieron dos años de la más lunática de las pasiones; te hiciste mujer, mi miembro viril se hizo fuerte: penetró en un panal maravilloso y emanó manantiales. Sin embargo, nada te satisfacía, querías más. Más. Y te fuiste. No obstante es menester, oh queridísima Lucía, reconocer que nunca dejaste de considerarme tu confidente, tu amigo bueno, un tierno juglar, pero mi amor fue permutado. Iron Maiden se mostró más excitante, la oscura nigromancia de Led Zepellin te resultó más interesante. Sin embargo lo más oscuro y vil que pudo haber pasado en tu vida se dio en el Bar “El tronco del toro”, cuando conociste a Don Cristóbal.
Para ese entonces ya habías huido de tu hogar y tenías que sobrevivir. No bastaba con hilar algodón, ni remendar camisas rotas. Tenías que hacer algo, algo más. ¿Y qué mejor que mostrarle al mundo tu ímpetu, la perfección de tu cuerpo irresistible? Ay Lucía, reina de las abejas de oro, mujer que fue azucena, fragancia bendita. ¿Puede lo luminoso hacerse opaco? ¿Puede la casta hacerse puta, inicua meretriz?
_¡Lucía, qué hembra, por Dios!
_¡Lucia, qué cuerpo, qué muslos!
_¡Lucía, la potra!
_¡Lucía, la bestia sexual!
Expresiones como esas eran habituales. Tu fama se extendió y con ello tu altivez. ¡Qué tristeza, qué infinita tristeza tengo en este día lluvioso, contemplando tu arruinado esplendor, tus ojos que buscan juventud e inmaculada inocencia, esos ojos orondos de coca, saciados de heroína, que miran espantados las hemorroides de tu inmundicia! Ahhh, ahhh, sólo puedo jadear. Ahh, ahhh, ya no puedo respirar. Quiero tocarte, pero ya no estás. Quiero acariciarte, pero te has ido; ya no estás. Veo un grillo que centellea y salta y se convierte en manzana. Todo se ha empañado; es una bruma. Pero…
¡Oh Estoy en el parque de mi juventud! Hay niños jugando, una ardilla ríe, y estás tú, junto al carrusel, como cuando te conocí, tan bella, y oh sorpresa: ¡Puedo caminar! Tu piel coralina me llama, la energía está fluyendo, los asteroides giran y las fuxias nebulosas repiquetean como campanas. Mi corazón arde, es un sol. Junto a mis oídos zumba el hoyo negro que devora el presente, el pasado, el futuro. Veo dos estrellas con corbata. ¿Habrá esperanza?

DAVID GUERRA - AUTOR