La princesa adoptada

Lección de solidaridad

La siguiente historia (verídica) me la contó mi amigo el escritor Arnaldo Niskier. Estudiando su árbol genealógico para la elaboración de un libro sobre la tradición judaica, Niskier descubrió que el rabino Shabbetai Ben Meir Ha-Kohen (1621-1663) guardaba una relación directa de parentesco con su abuela Rifka Rapaport Topel.

Mientras estudiaba y escribía, el rabino Shabse (su nombre simplificado), que nació en Lituania, jamás se olvidaba de sus compromisos familiares. Casado con la hija de otro rabino muy rico, pudo dedicarse a los estudios del código civil judaico. Lo único que lo afligía era la invasión periódica de los cosacos comandados por Bogdan Chminiecki, que eran violentísimos. En una ocasión, llegaron a matar a diez mil personas apenas porque eran judíos. ¿Se puede concebir semejante atrocidad?

En una de estas invasiones, Shabse envolvió a su hija recién nacida, Ester, en una manta, y se internó en el bosque intentando escapar de la violencia. Al día siguiente, sintió que la criatura estaba muy débil, y que probablemente iba a morir; como carecía de conocimientos médicos, la puso en el suelo con delicadeza, y fue a buscar ayuda.

Antes de que hubiese conseguido regresar, los cosacos se retiraron de la región y el rey de Polonia se dirigió a la ciudad, atravesando el bosque. Un soldado descubrió el cuerpo de la niña, y llamó al médico de la corte para que diese su diagnóstico; la pequeña estaba muy débil, y necesitaba ser socorrida inmediatamente. La llevaron hasta el palacio real, donde se recuperó después de algunos meses de tratamiento.

De ahí en adelante, se hizo buena amiga de la hija del rey, la princesa María. Crecieron juntas hasta los seis años de edad. A Ester se la trató como una “princesa adoptada”, con los mismos privilegios de la princesa auténtica. Pero no quiso convertirse a la religión católica pues, al conocer su historia, supo que era judía, y quiso continuar como tal.

Ester, entonces, fue devuelta a su padre, creció junto a su familia, y los tiempos del palacio se transformaron en un dulce, pero lejano recuerdo. Hasta que, para hacer frente a una nueva guerra, el gobierno aumentó los impuestos a los judíos de manera exagerada. Si las cosas continuaban igual, todos acabarían arruinándose. Alguien tuvo la idea de recurrir a Ester. Al fin y al cabo, ¿no era ella amiga de la princesa? Hacía mucho tiempo que no se veían, pero no se perdía nada por intentarlo. Ester pidió audiencia, y María la concedió, pues echaba de menos a su amiga de la infancia.

El reencuentro estuvo lleno de alegría y emoción. Cuando Ester le explicó a la princesa lo que estaba ocurriendo, enseguida encontró en esta un sentimiento de solidaridad. María habló con su padre, que decidió atender a las peticiones de su hija –y de la “princesa adoptada”–.

“Porque ni el tiempo ni las diferencias lograrán jamás destruir el amor fraternal, la comunidad israelita pudo salvarse”.

Sin perder la fe

Razon de vivir

Resando
En el desierto

“Los dos se arrodillaron y rezaron. Uno era musulmán; el otro era católico. Cada uno le rezó a su Dios, que siempre ha sido el mismo Él, aunque las personas hayan insistido en ponerle nombres diferentes”.

Nada más llegar a Marrakech, el misionero decidió que pasearía todas las mañanas por el desierto que comenzaba al borde de la ciudad. En su primera caminata, se fijó en un hombre que estaba tumbado en la arena, con una mano acariciando el suelo, y con la oreja en la tierra.

“Está loco”, dijo. Pero la escena se repetía a diario y, al cabo de un mes, intrigado ante aquel extraño comportamiento, resolvió abordar finalmente al extraño. Con mucha dificultad, ya que aún no hablaba bien el árabe, se arrodilló a su lado y le preguntó:

-¿Qué haces?
-Le hago compañía al desierto, y lo consuelo de su soledad y de sus lágrimas.
-No sabía que pudiese llorar.
-Llora todos los días, pues sueña con serle un día útil al hombre transformándose en un inmenso jardín en el que puedan cultivarse cereales, flores y carneros.

-Dile entonces al desierto que ya está cumpliendo bien su misión –comentó el misionero–, pues cada vez que paseo por aquí, comprendo la verdadera dimensión del ser humano al ver, frente a este gran espacio, lo pequeños que somos ante Dios.

–Cuando miro a sus arenas, imagino los millones de personas que hay en el mundo, que fueron engendradas iguales, pero que no siempre son tratadas con la misma justicia por el mundo. Sus montañas me ayudan a meditar. Al ver el sol saliendo por el horizonte, mi alma se llena de alegría, y me aproximo al Creador.

El misionero dejó al hombre, y retornó a sus quehaceres diarios. Cuál no sería su sorpresa cuando, a la mañana siguiente, encontró al hombre en el mismo lugar, y en la misma posición.

-¿Le comentaste al desierto lo que te dije? –preguntó.
El hombre asintió con la cabeza.

-¿Y aún así él sigue llorando?
-Escucho cada uno de sus sollozos. Ahora llora porque pasaron miles de años creyendo que era un inútil, y desperdició su tiempo blasfemando contra Dios y su destino.

–En ese caso, cuéntale que el ser humano, a pesar de tener una vida mucho más corta, también pasa muchos de sus días pensando que es inútil. Raramente descubre la razón de su destino, y piensa que Dios fue injusto con él. Cuando llega el momento en que, por fin, algún acontecimiento le muestra por qué vino al mundo, le parece que es demasiado tarde para cambiar de vida, y continúa sufriendo. Y, al igual que el desierto, se culpa por todo el tiempo que perdió.

-No sé si el desierto escuchará –dijo el hombre–. Está acostumbrado al dolor, y no consigue ver las cosas de otra manera.
-Entonces vamos a hacer lo que siempre hago cuando siento que las personas han perdido la esperanza: vamos a rezar.

Los dos se arrodillaron y rezaron. Uno se volvió en dirección a la Meca porque era musulmán; el otro juntó las manos en posición orante, pues era católico. Cada uno le rezó a su Dios, que siempre ha sido el mismo Él, aunque las personas hayan insistido en ponerle nombres diferentes.

Al día siguiente, cuando el misionero emprendió su caminata matinal, el hombre ya no se encontraba donde siempre. En el lugar donde solía abrazar a la arena, el suelo parecía mojado, pues allí había surgido una pequeña fuente. Durante los meses siguientes, esta fuente creció, y los habitantes construyeron un pozo allí. Los beduinos lo llaman el Pozo de las Lágrimas del Desierto. Dicen que todo aquel que beba de su agua, logrará transformar el motivo de su sufrimiento en la razón de su alegría; y acabará encontrando su verdadero destino.

Generosidad

La virtud esencial

Cuenta Bruno Ferrero que cierto día un campesino golpeó con fuerza la puerta de un convento. Cuando el hermano portero abrió, él le dio un magnífico racimo de uvas.

–Querido hermano portero, estas son las más bellas producidas por mi viñedo. Y vengo aquí para regalarlas.
–¡Gracias! Las llevaré inmediatamente al abad, que se alegrará con este ofrecimiento.
–¡No! Yo las he traído para ti.
–¿Para mí?–. El hermano se sonrojó porque consideraba que no merecía tan bello presente de la naturaleza.
–¡Sí!– insistió el campesino. Porque siempre que golpeé esta puerta tú me abriste. Cuando necesité ayuda porque la cosecha fue destruida por la sequía, me dabas todos los días un pedazo de pan y un vaso de vino. Quiero que este racimo de uvas te traiga un poco del amor del sol, de la belleza de la lluvia y del milagro de Dios, que lo hizo nacer tan bello.

El hermano portero colocó el racimo frente a él y pasó la mañana entera admirándolo: era realmente lindo. Por causa de eso, resolvió entregar el regalo al abad, que siempre lo había estimulado con palabras de sabiduría.

El abad se puso muy contento con las uvas, pero se acordó de que había en el convento un hermano enfermo y pensó: “Le daré el racimo. Quizás puede aportar alguna alegría a su vida”.

Y así lo hizo. Pero las uvas no permanecieron mucho tiempo en la habitación del hermano enfermo, porque este reflexionó:
“El hermano cocinero ha cuidado de mí durante tanto tiempo, alimentándome con lo mejor que tenía. Estoy seguro de que se alegrará con esto”.

Cuando el hermano cocinero apareció a la hora del almuerzo, trayendo su comida, él le entregó las uvas.

–Son para ti– dijo el hermano enfermo. Como siempre estás en contacto con los productos que la naturaleza nos ofrece, sabrás qué hacer con esta obra de Dios.

El hermano cocinero quedó deslumbrado con la belleza del racimo, e hizo que su ayudante observase la perfección de las uvas. Tan perfectas –pensó él– que nadie mejor que el hermano sacristán para apreciarlas; como él era el responsable de la custodia del Santísimo Sacramento, y muchos monasterios lo consideraban un hombre santo, sería capaz de valorar mejor aquella maravilla de la naturaleza.

El sacristán, a su vez, obsequió las uvas al novicio más joven, para que este pudiera entender que la obra de Dios está en los menores detalles de la Creación. Cuando el novicio las recibió, su corazón se inundó de la Gloria del Señor, porque nunca había visto un racimo tan lindo. En ese momento se acordó de la primera vez que había llegado al monasterio y de la persona que le había abierto la puerta: había sido ese gesto el que le había permitido estar hoy en aquella comunidad de personas que sabían valorar los milagros.

Así, poco antes de caer la noche, llevó el racimo de uvas al hermano portero. Come y aprovecha –le dijo–. Porque pasas la mayor pate del tiempo aquí solo y estas uvas te harán muy feliz.

El hermano portero comprendió que aquel presente le había sido realmente destinado, saboreó cada una de las uvas de aquel racimo y durmió feliz.

De esta manera, el círculo fue cerrado: el círculo de felicidad y alegría que siempre se extiende en torno de las personas generosas.

De herreros y diablos

Aprendizajes esenciales

Lynell Waterman cuenta la historia del herrero que, tras una juventud llena de excesos, decidió entregar su alma a Dios. Durante muchos años trabajó con ahínco, practicó la caridad, pero, a pesar de toda su dedicación, nada parecía salirle bien en la vida. Lo que es peor: sus problemas y deudas no paraban de crecer.

Cierta tarde, un amigo que lo estaba visitando, y que se compadecía de su difícil situación, le comentó: –Desde luego, es muy extraño que, justo cuando te decidiste a ser un hombre temeroso de Dios, tu vida empezase a empeorar. No es mi intención debilitar tu fe, pero, a pesar de todo lo que crees en el mundo espiritual, para ti nada ha mejorado.

El herrero no respondió inmediatamente, pero finalmente dijo:
-Yo recibo en este taller el acero aún no trabajado, y he de transformarlo en espadas. ¿Tú sabes cómo se hace eso?

»En primer lugar, caliento la chapa de acero en un calor infernal, hasta que se pone roja. A continuación, sin ninguna piedad, agarro el más pesado de mis martillos, y le doy varios golpes, hasta que la pieza adquiere la forma deseada.

»Luego la sumerjo en un cubo de agua fría, y el taller entero se llena con el ruido del vapor, mientras la pieza cruje y grita por el súbito cambio de temperatura.

»Tengo que repetir este proceso hasta conseguir la espada perfecta: una sola vez no es suficiente.

-A veces, el acero que llega a mis manos no consigue aguantar este tratamiento. El calor, los martillazos, y el agua fría acaban llenándolo de grietas. Y entonces yo sé que nunca podrá convertirse en la hoja de una buena espada.

»Y, en esos casos, lo único que hago es ponerlo en el montón de chatarra que has visto a la puerta de mi herrería.
Tras una nueva pausa, el herrero concluyó:
-Sé que Dios me está poniendo en el fuego de las aflicciones. He ido aceptando los martillazos que la vida me ha dado, y a veces me siento tan frío e insensible como el agua que hace sufrir al acero. Pero la única cosa que pido es: “Dios mío, no desistas, hasta que consiga adoptar la forma que esperas de mí. Inténtalo una y otra vez de las formas que creas más convenientes, durante todo el tiempo que quieras… pero nunca me pongas en el montón de chatarra de las almas”.

Satán vende objetos usados

Como tenía que adaptarse a los nuevos tiempos, Satán decidió hacer una liquidación de gran parte de su stock de tentaciones. Puso un anuncio en un periódico, y se pasó el día atendiendo a los clientes en su taller.

Colgados en la pared, algunos objetos llamaban mucho la atención: un cuchillo de hoja curva para apuñalar por la espalda, y grabadores que solo registraban cotilleos y mentiras.

-¡No se preocupen con el precio! –gritaba el viejo Satán a los posibles clientes-. ¡Llévenselo hoy y ya me lo pagarán cuando puedan!
Uno de los visitantes se fijó en que, tiradas en un rincón, había dos herramientas que parecían muy usadas, y que pasaban prácticamente desapercibidas. Sin embargo, eran carísimas. Curioso, quiso saber la razón de aquella aparente incoherencia.

–Estas están gastadas porque son las que más uso –respondió Satán riendo–. Si llamasen mucho la atención, las personas sabrían cómo protegerse. Y sin embargo, bien valen ambas el precio que pido por ellas: una es la Duda y la otra, el Complejo de Inferioridad. El resto de las tentaciones pueden fallar en un momento dado, pero estas dos siempre funcionan.

www.paulocoelhoblog.com


Esta diapositiva me costo tiempo y trabajo en investigar pero valio la pena por que aprendi muchas cosas que creia que hacia mal