Su nombre ya fue una premonición: lo llamaron Siddhartha, es decir “meta perfecta” o, más bien, “meta de los perfectos”. Y, en efecto, su vida era entera, desde los 29 años, la dedico a buscar la perfección como meta única de la vida. Era, probablemente, el año 563 antes de Cristo. La familia de Siddhartha Gautama pertenecía a la tercera casta y, por lo tanto, tenía un palacio, ubicado a orillas del Ganges y a los países del Himalaya, en el reino de Kapilavatthu, en la Nepal actual.
Por entonces, todo el subcontinente indio vivía una época de convulsión y cambio, en que principios y valores ancestrales, varias veces centenarios, estaban siendo cuestionados y revisados. Los principios religiosos, característicos del Periodo Védico, eran especialmente renovados, al ritmo que era escrito el que seria, en lo sucesivo, el texto sagrado hindú: el Rig Veda. Y, claro, Siddhartha Gautama, quien con los años llegaría a ser conocido como Buda, “el iluminado”, seria decisivo en este cambio. Según la leyenda, el día en que Siddhartha nació (en un parto difícil, en que murió su madre, la reina Maya Devi), los ciegos recobraron la vista, los sordomudos hablaron y una música celestial lleno el mundo. Puesto al cuidado de su tía Pajapati, el pequeño fue visitado, a los pocos días de su nacimiento, por es sabio Brahman Asita, un asceta de prestigio muy extendido por sus dotes de profetizador, quien vaticinó que el recién nacido llegaría a ser un gran maestro religioso.
La profecía consterno al rey Suddhodana, el padre de Siddhartha, quien quería para su hijo un destino de gobernante y guerrero. Decidió, entonces, no dejarlo salir nunca del palacio y, asi, ocultarle las miserias y las durezas de la vida común, de manera de que el joven no desarrollara ninguna tendencia hacia lo espiritual. Más aun, creo en torno a su hijo una vida de lujos y placeres, impidiéndole todo contacto con las amarguras de la realidad cuotidiana. Creyó que así mataría en el joven príncipe toda tendencia a la religiosidad.
Bien educado, con maestros u guías estudiosos y prudentes, Siddhartha se volvió un hombre de lecturas abundantes y reflexiones profundas, pero acompañadas de una curiosidad creciente por el mundo exterior. Acato, sin embargo, la voluntad de su padre, quien incluso arreglo su matrimonio con Yasodhara, una prima adolescente y hermosa, con la que tendría un hijo a quien pondría un nombre también elocuente: Rahula, o “cadena”, pues para cuidarlo y educarlo Siddhartha tendría que pasar muchas más horas en el palacio.
Aun así, Siddhartha pudo salir cuatro veces del palacio y, como tenía su padre, lo que vio lo estremeció: el príncipe descubrió la vejez, la enfermedad y la muerte. Su ánimo se volvió sombrío, al comprender que a él también le esperaba ese porvenir. No obstante, en la última de sus salidas, se topo con un anacoreta, un monje mendicante que, a pesar de su pobreza y su ancianidad, tenía un carácter apacible y sereno. Este hallazgo le trastorno la vida.
Siddhartha decidió raparse la cabeza, ponerse la túnica amarilla de los monjes y itinerantes, abandonar su hogar, a su esposa y a su hijo, renunciar a todos sus bienes y lanzarse al mundo en busca de la iluminación. Tuvo un maestro tras otro, con quienes aprendió meditación y alcanzo estados altos de conciencia. Opto, además, por una austeridad tan extrema (creyendo que así doblegaría hasta su último contacto con el mundo sensorial) que estuvo a punto de morir de inanición. Su cercanía a la muerte le convenció, primero, de que el ascetismo no conducía necesariamente a la liberación y, después, de que a la sabiduría no había que encontrarla en fuentes externas, sino dentro de sí mismo.
Una noche, sentado bajo una higuera (por entonces considerando en la india el árbol de la sabiduría), Siddhartha decidió que no se levantaría hasta que encontrara la respuesta al sufrimiento. Esa noche de luna llena comprendió las que serian, para la religión budista que en ese momento nacía, las cuatro nobles verdades (de las cuales escriben, a continuación, Jaime Duran y Alan Cathey).
Según proclamo Siddhartha, con las cuatro nobles verdades era posible trascender el espacio y el tiempo, el eterno renacer. Con ellos había roto el girar perpetuo de la rueda del Sansara, que el siglo incesante y agitado de transmigración del espíritu. Siddhartha había alcanzado el Nirvana, es decir el ceso del sufrimiento y su remplazo con la calma inconmovible y la quietud sin alteraciones, gracias a la extinción total de los deseos. Al amanecer, Siddhartha salió de su meditación convertido en un Buda, un ser iluminado.
Mucho tiempo más tarde, probablemente en el año 486 antes de Cristo, el Buda Gautama, después de haber disfrutado largo tiempo de lo que llamaba “la dicha de la renunciación” y de haber predicado el nirvana a quien hubiera querido oírlo, se recostó en un bosque en un bosque de mangos y rodeado por sus discípulos, alcanzo la paz eterna de la extinción completa, él para Nirvana.
Antes de esperar, proclamo el Nirvana Sura, en que resumió y explico todas sus enseñanzas.
Del nororiente de la India, donde vivió y predico el Buda Gautama, sus enseñanzas se difundieron por todo el subcontinente indio, donde fueron predominantes por los siguientes doce siglos, como una religión sin dios, ni mesías, ni profetas, ni dogmas de fe y, además, como un descubrimiento personal sin revelación divina, en que se llega a la erradicación de todo sentimiento de insatisfacción vital por medio del despertar que ocurre cuando el individuo, por medio de la meditación, alcanza la comprensión profunda de la realidad y del ser, lo que despoja de toda insatisfacción, sufrimiento o frustración.
Cuando el Budismo fue desplazado por el Hinduismo como la religión predominante en la india, alrededor del siglo VII de la era cristiana, sus principios ya se habían expandido por toda el Asia, aunque repartidos en una variedad de escuelas y tendencias. Su expansión no se detuvo desde entonces, y hoy es la religión mayoritaria en al menos once países: Bután, Camboya, Corea del Sur, Japón, Laos, Mongolia, Myanmar, Singapur, Tailandia, Taiwán y Vietnam. Es también por supuesto predominante en el Tíbet, país que China se anexo por la fuerza en 1950.
En China hay también una inmensa población Budista, pero por sus circunstancias políticas (en concreto, la revolución comunista de 1949), es difícil saber cuan extendida esta, pues toda práctica religiosa fue desalentada, incluso perseguida, hasta mediados de la década anterior. Lo mismo puede decirse de Corea del Norte, otro país comunista, donde el Budismo es perseguido y sus principios tratado de ser reemplazados por su propia religión la Idea Juche, un sistema creado por el “Líder Eterno y Bien amado”, Kim II Sung, en que se juntan y revuelven dogmas políticos e ideológicos como filosóficos.
Hay además, otros países en que es notorio el sincretismo entre el Budismo y la religión autóctona. Esos son los casos del Taoísmo Chino, el Sintoísmo japonés y el chamanismo tibetano, procesos gracias a los cuales hay también grandes grupos budistas en la India, Indonesia, Malasia, Nepal, Rusia e incluso en los Estados Unidos, donde habría hasta cuatro millones de budistas.
Con todo eso, el Budismo, a pesar de no tener dios ni verdades reveladas, es, hoy, una de las cuatro grandes religiones del mundo por número de seguidores, con el cristianismo, el islamismo y el hinduismo. Hay, además, quienes tienen practicas budistas sobre todo la meditación, mientras siguen creyendo en otras religiones y hay, por último, quienes creen en la reencarnación y la consideran una idea Budista (al fin y al cabo, el Dalai Lama seria una decimo cuarta reencarnación) a pesar de que ya el Buda Gautama negó explícitamente que hubiera algo permanente el ser humano, un alma perdurable que pudiera transmigrar y ocupar distintos cuerpos. En lo que cree el Budismo en el “renacimiento”, que es un proceso individual que fue precisamente, el que identifico el príncipe Siddhartha cuando, hace veinticinco siglos, sentado bajo una higuera alcanzo el Nirvana.
REFERENCIA BIBLIOGRAFICA.
Jorge Ortiz (2008),”El budismo (o búsqueda del nirvana)”, revista mundo
Diners XXIX No. 314, 14-19, Guayaquil-Ecuador.<!–[if !supportFootnotes]–>[i]<!–[endif]–>