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agosto 29, 2015
DESDE PALO DEL COLLE
Lo conocí hace poco, para ser precisa, dos años atrás. Iba a nacer nuestro nieto y me hospede en su hogar. En esta dulce espera, compartimos lo cotidiano junto a mi madre, mi hija y mi yerno.
Fue fácil conocer que aquel joven que llegó hace tantísimos años, desde Palo Del Colle, Italia; a pesar de su edad, continuaba siendo un hombre fuerte, trabajador, sencillo, generoso, hospitalario, acoplado en tierras canadienses.
Dicen que el mejor vino no es necesariamente el más caro, sino el que se comparte, pues no había comida, ni cena en la cual una botella de vino di tavola era la debutante de la mesa. Y es que como buen italiano, el vino formaba parte de su vida, que de seguro la aligeraba al recordar a su amada esposa; doce años sin ella, qué difícil debió ser para él. Es probable que el néctar de los Dioses, sin llegar a ser intenso, haya sido su oxígeno, parte de sus sueños, porque también debió tener muchas añoranzas.
Mencioné que esperábamos nuestro nieto porque mi hija se casó con su hijo y ahora estábamos compartiendo esa inmensa felicidad. Un hermoso niño que se llamaría Pietro-Pablo. Pietro por su amado nonno y por ser el fundador de la iglesia Católica y Pablo, otro hombre de la iglesia.
Pietro Carione sorprendía al alba y bajaba a desayunar un jarro de café tinto acompañado con las memorables galletas María. Estoy segura que le encantaban no solo por su delicado sabor, sino porque llevaban el nombre de la compañera de toda su vida, su amada esposa, madre de sus dos hijos, Gaetano y Rosa.
Cada mañana salía y aunque era un octogenario, había tomado como trinchera la parte externa de la casa donde con sigilo, izó su propia bandera de amo confeso y conquistador de su entorno; bien podía estar trabajando, cortando el césped, arreglando las plantas, la cerca, removiendo la tierra, paleando la nieve, o quizás comprando provisiones en algún cercano supermercado; lo cierto es que volvía al llamado de que el almuerzo estaba listo: A mangiare, a mangiare, le anunciábamos al medio día. Lavaba sus manos y bajaba al sótano rumbo a un cuarto especial que lo llamaba “la cantina”. Ahí reposaba su gigante poma de vino, cerrada herméticamente con termóstato y válvula, mientras el jugo de uvas alcanzaba la oxidación exacta para que haya un buen vino que lo compartía con mi madre y conmigo.
Era el único que sabía antes que nadie, cuando la llegada de vientos helados anunciaba las primeras ventiscas, cuando era hora de proteger las plantas, cuando había que instalar las luces de navidad y cuando tenía que colocar el clásico muñeco de nieve en la parte frontal de la casa, con la singular leyenda POLO NORTE, que sicológicamente acentuaba más el bendito frío.
Era él quien sabía antes que nadie, la llegada de la primavera con el despertar de los árboles y el anunciado re verdor que se reflejaba en su mirada. Y pasaba el verano que afanoso lo ayudaba con las fuertes lluvias y mañanas soleadas que aprovechaba para compartir con los vecinos, con su amiga de siempre, la querida Lina, con su amigo Norberto y tantos otros amigos del camino. Llegaba el otoño, época del cambio, cuando los árboles se despojan de lo superfluo, las hojas comienzan a cambiar de color y cada una parecería ser una flor que al caer van formando una mullida alfombra de tintes marrones y rojizos.
Escogió el verano para su partida. Con imponente fortaleza avanzaba con el tiempo. Lo triste es que los robles también se doblegan y así como el buen vino, que pocas veces trae especificado en las etiquetas de las botellas, llegó su fecha de caducidad. Cayó abatido en una enfermedad que lo debilitó, su corazón ya no tenía los bríos necesarios y sus pulmones ya no eran tan fuertes como antes. Manifestó su alegría de ver a su hijo con su nueva familia y desde su lecho sonreía al recibir el amor de su nipote Pietro-Pablo. Abrió sus ojos de emoción cuando le contaron que venía en camino otra nipote.
Pero el destino es el destino; poco a poco fue soltando su ancla y fijando su límpida mirada hacia el otro lado, hasta que se dejó llevar al infinito. Pietro Carione, el hombre de roca, partió.
Nuestro nieto, ya no tiene a su nonno, se fue al reencuentro eterno con su dulce María; solo estarán las fotos, los videos, los recuerdos de los pocos años que compartieron “el nonno y su nippote”. Por su ausencia sin retorno, sé que cuando el verano retorne, los árboles postergarán su verdor, en su memoria.
Mientras, su familia, sus hermanos, sus sobrinos, sus hijos, sus nietos, se encargarán de guardar sus memorias y transmitir sus virtudes.
Hasta entonces apreciado consuegro.