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noviembre 22, 2011
Me llaman Magdalena
De nombres raros y lágrimas salobres…
Cuando los hijos nacen en Magdalaví, pueblo de gente contradictoria y supersticiosa, sus padres acostumbran a bautizarlos con nombres raros. Yo no fui la excepción. Mis vecinos Fresco Solo Zea y Siemprevivas Vargas Llosa son parte de ese imaginario popular y han pasado a convertirse en emblemas de esta geografía seductora de apenas siete mil habitantes, entre burros, chivos y chanchos. James Joyce Tixe y Semen de los Dioses García Márquez tienen de novedosas las referencias literarias y su gracia cotidiana que atrae a reporteros, sociólogos, vagos, chismosos, caricaturistas, antropólogos, curiosos, fotógrafos, psicólogos, que muchas veces se aprovechan del ingenuo comportamiento de mis coterráneos.
En materia de nombres curiosos las perlas son abundantes en mi tierra: Osita Generosa Quinde, Blanca Negrete, Puro Aguardiente Barrios, Ángel Arcángel Salvador, Coito Constante Albino, Barcelona Casicampeón Quinto, Amado Condón Rosado, Magno Maduro Chico, Plácido Toro Manso, Gracia Circuncisión, Walt Disney Infante, Preciosísima del Campo, Pepa de Piña, Esclavitud Sánchez, Desdichado Cortés, Perfecto Gil,… Para continuar con esta costumbre hasta se han organizado campeonatos de nombres raros, donde los ganadores han mostrado con orgullo sus inconcebibles cédulas de identidad sobre sus insignificantes trofeos. Aquí nos visitó un fanático uruguayo, quien apelando a la Biblia, había bautizado a sus tres hijos varones como Prometido del Cielo, Edén del Paraíso y Efluvio de Amor, también supe de un aviador que llamó a sus vástagos Jet, Boeing y Twin. Entonces, por qué sentirnos retraídos ante lo extravagante. En mi terruño, al hijo del hacendado más exitoso, que tenía por afición las películas del actor Arnold Schwarzenegger, lo inscribieron en el Registro Civil como Próspero Yon Séneguer; mientras otro, que vivía siempre resfriado, bautizó a su primogénito con el nombre de Vick Vaporub Sintós y no puedo dejar de nombrar a mi buen amigo Alargino Crescenciano que sin ser de Magdalavi se une a la lista de nombres raros…
Mi madre cuenta que fui concebida una noche de alboroto, luego de que volviera con mi padre de la función dominical del circo que había llegado al pueblo, tras esa feria folclórica que se decía internacional, pero que en realidad provenía de las afueras de Pallatanga, Chimborazo, con su penetrante olor a fritada incluido.
Me engendraron justo en la hora en que comenzaba el aquelarre nocherniego y las brujas salían a volar en sus escobas eléctricas, cuando los gatos encorvaban su erizado lomo y los perros de alrededor desaparecían en las fauces del viejo león que rugía de hambre en su jaula improvisada, a un costado de la zurcida carpa de lona.
Cuenta mi madre que el cielo se iluminó de golpe, que las estrellas se tornaron visibles y el viento guardó silencio en el preciso instante del primer grito. Tal parece que, en materia de nacimiento, soy entrega especial en un universo de nombres estrafalarios.
Ah, mi nombre: Maga Malabarista Murillo, impuesto por mis progenitores en honor a la equilibrista del circo que los cautivó con su actuación de artilugios y encantos. Cuando tuve conciencia de mi lugar en el mundo, en vez de protestar por tan elocuente registro, acepté con una sonrisa que la gente me llamara Magdalena, pues fui alumbrada un 22 de julio, fecha que el santoral del almanaque señala como el día de María Magdalena, la auténtica, a quien me parezco solo por la facilidad de humectar los ojos sin ton ni son, como un estigma que me identifica con la frase “Lloras como Magdalena”, puesto que lloro por todo y por nada: cuando corto cebolla colorada para el refrito, cuando veo los programas de farándula local en la televisión, cuando me matan con la indiferencia y hasta cuando leo las mentiras de la crónica roja. Hubo un tiempo en que lloraba y gritaba “Nadie me quiere, nadie me quiere” y vertía verdaderas lágrimas de cocodrilo, aquellas que los científicos zootecnistas descubrieron cuando al observar que el saurio, una vez devorada su presa, lloraba sobre los despojos de su comida y daba la impresión de sentirse afligido porque el festín hubiera terminado tan de prisa; lo cierto es que la estimulación cercana de sus glándulas salivales y las lacrimales hace que al animal llore mientras come. Así de llorona como el cocodrilo me volvía cuando me deprimía.
Lloraba con una disciplina parecida a la de las lloronas de alquiler, de esas que contratan para llorar en los funerales donde a los deudos del difunto les prohíben llorar, porque eso de llorar en las exequias es propio de gente inculta. Lloraba por compulsión; una vez lloré por la alegría de que sé llorar, como la letra de la canción que hicieron famosa los hermanos Mario y Lucas Montecel en Guayaquil: “Yo quisiera llorar y llorar tanto/ y humedecer en llanto mis dolores/ y abrazar con mis lágrimas mi canto/ con mis lágrimas decirte mis amores”.
Aún así, juro y perjuro que no tengo nada que ver con la María Magdalena de las sagradas escrituras, ella nació en Magdala, a unos 200 kilómetros de Jerusalén; yo en Magdalaví, un pequeño pueblo de fantasía, donde las vivencias populares fabricaban personajes anecdóticos, allá en la latitud cero, a ambos lados de la línea equinoccial.
Las sagradas escrituras afirman que la historia de Jesús está ligada a la de esta santa, la propia, que lo acompañó en su andanza, escuchando su palabra, atestiguando sus milagros y perseverando a su lado en los momentos más difíciles de su vida pública, aunque después de la película Código da Vinci, basada en la novela homónima, toda perspectiva cambió con las afirmaciones que Dan Brown presentara, aseverando que Magdalena fue la pareja amatoria de Jesús y que hasta tuvieron descendencia. Desde luego que estas deducciones hicieron que se les moviera el piso a los católicos, unos pensando y otros dudando, perdiendo la poca fe que tenían y hay hasta quienes con esto la vida les cambió para bien, como el caso de Bérenger, un pobre cura rural de un pueblo casi anónimo del suroeste de Francia, quien se hizo millonario con el descubrimiento de documentos secretos que hablaban de una sociedad llamada el Priorato de Sion…
Lo cierto es que me cuentan que nací llorona; no es que estuviera enferma, al contrario, ese parecería ser mi destino y me alegro cuando escucho que las lágrimas purifican el corazón y revelan los secretos y misterios de la vida, que son la sangre del alma, como escribía San Agustín; no obstante, a veces las mías parecen no tener fundamento, por lo que estoy convencida de que son una debilidad del alma.
Sé que no es un día de festejos en el calendario de la Iglesia Católica, pero ha habido ocasiones en que he pensado que debí nacer el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, para evadir con disimulo el laberinto perturbado de la ingenua realidad que me acompaña.
Acerca de mi origen
Era la década de los 60, mi niñez transcurría en medio de la extensa familia Murillo – Arteaga, en la llamada época de la ideología, que abrió para el país el inicio de una nueva era frente al frenesí del siglo XX. En cambio, en el Vaticano, el papa Juan XXIII convocaba a la celebración del II Concilio Ecuménico que provocaría grandes reformas en la Iglesia Católica.
Mi entorno lo formaban mis padres Casimiro y Diosa, mis abuelos paternos Ruperto y Diogesmunda, mi nana Timolina, mi tía Eulalia, su marido Pérez Prado, sus tres hijas –mis celebradas primas-.
También estaban mis cuatro perros cricall (cruce de criollo + callejero) a quienes mi bisabuelo paterno, Jesucristo Pájaro Murillo, puso tremebundos nombres de reyes de la Iglesia Católica al conocer sus historias llenas de truculencia y corrupción y que, sin embargo, ocuparon el trono papal con desparpajo. Como una forma de menosprecio a la falsa Iglesia, denominó a los canes con nombres papales: Juan 12, en alusión al “santo papa” que había sido descrito por el Liber Pontificalis como un personaje en constante adulterio, hasta que fue asesinado por el esposo de la mujer con quien copulaba; perro Bonifacio, en referencia a Bonifacio VIII, un papa inmoral de cuyo reinado Dante describió como “la alcantarilla de la corrupción”; perro León, en referencia a León X, quien fue el gran inventor de las indulgencias, donde con dinero se perdonaba cualquier atrocidad; y perro Alejandro, en mención a Alejandro VI, quien realizó una orgía indefinida en el Vaticano. No sé de qué forma se enteró de estos malos servidores de Dios que actuaron en contra de la Iglesia Católica haciendo horrores y barbaries que iban desde la pedofilia hasta el incesto.
En cambio, a fines del siglo XX un religioso con características de santo asumió el papado: Juan Pablo II. Les cuento que cuando el Santo Padre vino a nuestro país, tuve la suerte de verlo pasar por la gran avenida en su inmaculado papamóvil custodiado por multitudes. Su sonrisa angelical, su carisma propio de un santo hizo que se tome los corazones de todos.
Lo lamentable es que Jesucristo Pájaro no vivió para conocer al papa viajero que peregrinó por todo el mundo, comunicándose en más de 15 idiomas, entregando amor y su palabra a todos los pueblos católicos.
En Magdalaví vivíamos en una hacienda muy antigua, donde nacieron desde mis tatarabuelos hasta mis padres. Yo no, en realidad nací en los pastizales, mi madre caminaba despaciosa, de repente un pujo y afuera, lo primero que mis virginales ojos vieron fue aquel magnético espacio que constituye el cielo.
En Magdalaví la vida se identifica con el aroma a café tostado de esos lares, despertábamos casi en la madrugada, al primer canto del gallo o al rebuznar de los borricos. Y, aunque usualmente los perros ladraban toda la noche, la algarabía que formaban era señal de que alguien se iba o llegaba. Si se iba, desde la ventana les hacía de la mano, pero si llegaba, de seguro ese día mataban dos gallinas y el dolor de dejar sin madre a los pequeños ovíparos me causaba infinita tristeza a tal punto que ese día no pasaba bocado alguno.
En el ángulo opuesto de la propiedad estaban los altísimos cañaverales que parecían abrirme paso. Ahí me refugiaba a soñar en la inmensidad del mundo, escondida de todos, aunque en muchas ocasiones el salto de pequeñas ranitas de diversos colores que vivían en las cañas me asustaba y salía corriendo a buscar refugio en el único lugar seguro: mi casa.
Hacia el otro extremo de la finca se levantaban los verdes pastizales, donde corría sin zapatos, demostrando mis dotes de gacela.
Una vez vinieron varios hombres a la finca a ver cómo crecía la hierba de los prados; escuchando lo que explicaban sobre los nutrientes, caminaba atenta de la mano de mi padre. A partir de ese momento, cada que podía arrancaba un manojito de pasto y lo comía. Les cuento que hice esto por largo tiempo hasta que escuché a uno de los vaqueros que el pastoreo se hacía sin ningún control y que eso producía “enanización”. Eso fue terrible, no quería ser enanita como las que trabajan vestidas de payaso en el circo, en todo caso prefería ser maga o malabarista.
Madrugar para ir al potrero con mi padre, entre el mugir del ganado y el olor de la hierba recién cegada, despertaba mis sentidos. Me deleitaba agarrar las ubres de las vacas y sacar la leche, aunque varias veces caí patas arriba en el intento de desprenderme de una garrapata antes de que el ácaro me succione la sangre y me convierta en una de ellas.
Y un enajenamiento consumado: amasar el cuajo y sacar suero de la leche para formar quesos con mis manos diminutas en pequeños moldes de madera.
La mejor diversión: jugar al papá y a la mamá, a la pega, al bate, al pan quemado y a la escondida. Mis aliados de juego eran mis primas, mis amigos, los hijos de los compadres, mis compañeros de escuela, los vecinos de las tierras circundantes y, a escondidas del patriarca, hasta con los hijos de los peones.
Lo cierto es que cuando uno crece, muchas cosas se olvidan, Magdalena en cambio aún recordaba los pantalones grandotes que usaba Antonio Bragueta Suelta, las rodillas huesudas de Reales Tamarindo, las trenzas de Alavera del Río, la risa de María Concebida, la velocidad al correr del flaco Sacachispas, la parsimonia del gordo Coco Cuadrado, las alergias de Margarita Flores del Campo, la audacia de Estrella Escondida quien era la capitana de sus travesuras y, por supuesto, la inolvidable Reina Isabel Tutifrutti que, pese a vivir al lado de la escuela, llegaba atrasada a clases, donde una sola profesora enseñaba a todos los grados.
Magdalena gustaba andar a lomo de una mula terca y mañosa, y correr por el campo sin más razón que sentir libertad de espíritu, trepar al gran árbol que estaba en el frente de la casa y, con un largo palo, coger tamarindo con los ojos cerrados para no ver al fantasma de la viuda. La aventura no paraba hasta desembocar en el estero, donde jugar y reír era un estado de trance, como si el día siguiente fuese el fin del mundo, sin importarle cómo se destrozaba la piel de sus extremidades con eczema y urticaria por las garrapatas del ganado y las mosquillas que proliferan en la humedad entre el estiércol y el ensilado. Retozaba.
De repente, a Magdalena le viene a la mente el discordante vecino que alinderaba atrás con la finca de sus padres. De él se decía que era cuatrero y abigeo de profesión, que se pasaba el día de holgazán y al oscurecer salía a robar.
De él se decía que había robado 300 chanchos sin capar, que les había echado polvo de estoraque para silenciar sus guañidos, que se consagraba al Santo Justo Juez para que no lo vieran y que hasta mantenía pacto con el diablo.
Sus allegados comentaban que, entre guaro y guaro, solía contar sus andanzas y era tan orgulloso de lo que hacía que, a más de dar coimas a la policía del pueblo para que no lo apresaran por lo que pregonaba, había tenido la osadía de inscribir a su primer hijo con el nombre de Perfecto Ladrón Honrado.
De Perfecto, Magdalena recordaba con claridad sus tímidos y huidizos ojos, fueron juntos a la escuela, pero el niño jamás disfrutó de sus juegos. De seguro fue por el estigma de su nombre.
Los duendes, fantasmas, espíritus y aparecidos forman un misterio alucinante del que nadie escapa. En el campo estas historias se multiplican y están presentes en reuniones nocturnas. En torno a la abuela de Magdalena solía contarse hechos relativos a personajes de terror que parecían verosímiles y que aún rondan en los ámbitos por donde pueden vérselos de cuerpo entero. Los psicólogos creen que son invenciones producto del miedo a lo desconocido. Aún hay niños que juegan con estas leyendas rurales: el leñador que se lo tragó la luna por no respetar el domingo de descanso obligatorio, María Angula y su estridente llanto reclamando sus mórbidas carnes, la viuda del tamarindo y su helada carcajada diabólica y la loca llorona de Tamalameque con su aterrador lamento que hacía cuartear la humedad de las paredes…
Una mañana apareció en el cuarto de Magdalena, sobre su cama, una hermosa muñeca de trapo, en el rostro del juguete se apreciaba las huellas de un golpe, como el que le dan con suficiente fuerza a las personas para “emplomarlas”, hincharlas y cerrarles los ojos. Olía a perfume de rosas y parecía estar humedecida en lágrimas salobres.
Magdalena le tuvo desconfianza y, aún así, no reportó a nadie del hallazgo para evitar que se la quitaran. Al día siguiente se supo de la muerte de la gitana del circo que visitaba el pueblo, apareció inerme sobre el callejón de los hermanos Mala Noche. Dicen que olía a perfume de rosas y lágrimas salobres. Lucía las mismas ropas de la muñeca de trapo y los ojos emplomados…
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