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mayo 14, 2010

Los días están contados

Los guardianes de la princesa  observan

Año uno: día a día:

Jamás imaginé que el exceso seria grave.

Tímidas, silenciosas, mudos testigos, cuya única razón de existir parecería ser  la del galanteo; caminan, se mueven en círculos cerrados y precisos, como terminando un capítulo infinito; se cortejan y con el más grande desparpajo copulan y en corto tiempo tienen el fruto de la seducción total.

Se han multiplicado.

Residen aquí, pulgada a pulgada, sin que nadie las haya invitado, abusando de una hospitalidad recibida, actúan como dueñas del entorno. Habitan en frente, atrás, arriba, abajo, en mí.  No sé si son las mismas de antaño o sus descendientes, pero permanecen ahí. Quietas, mirando de lado, filmando los detalles  con esos minúsculos y redondos ojillos inexpresivos cual antifaz de un carnaval existente.

Sé que observan cada escena con el play activado. Firman los diálogos, sonidos, violencia, desacatos y comedias; de las marionetas con estilo y del ir y venir contidiano.

Cuando están inmóviles, petrificadas, queriendo pasar advertidas, están filmando. Almacenan escenas y graban en la misma cinta que contiene el ayer, el hoy y el siempre.

Saben cuando se acaba una etapa y empieza otra, conocen las historias guardadas y los equipajes de vida; dan vueltas y vueltas y con sus patas tratan de virar las páginas del ayer; ese ayer que  hay que soltar, dejarlo ir aunque hubiesen palabras que se expresaron, ni se dirán jamás y que terminaron perdidas en el tiempo.

Año dos: día tras día:

Las miro. Pretenden inocencia. Toman sol, se cortejan, se corresponden,  copulan y ¡zas!, se multiplican.

Desde la ventana observo al disimulo y veo sus impasibles ojos en acción. Aparento no darme cuenta. No voy a darles la importancia que buscan, pero la piel se me eriza, será de verlas entregadas al amor, mientras sobrevivo con recuerdos y migajas.

Lucen indiferentes, aparentan ser tímidas y cautelosas. Marcan distancia. Pretenden minimizarme. Con garbo permanecen erguidas sobre sus finas patas. Se esmeren en mostrar que son libres.   Se inquietan, emiten sonidos y llenas de ansiedad, vuelan.

Temo que se unan y me hagan daño.

No me daré por vencida.  Planifico, me acomodo y con el movimiento de mis ojos, les transmito que aún tengo vida.

Año tres: día tras día:

Continúo observando.

La brisa me envuelve.

Ahí están, son ellas. Iguales a las del año anterior. Tratan de ignorar que las miro.

Se han tornado audaces y se agrupan para filmar mi entorno.

El movimiento continuo de sus diminutas cabezas les da un aire particular. Permanezco atenta. Qué más da, si igual he estado en espera de lo inexistente por mucho tiempo.

Simulan no darse cuenta y, me guste o no, continúan filmando.

Año cuatro: día tras día:

La lente está activada. Lo se por sus ojos; los abren y los cierran de forma intermitente. Filman mientras escribo, mientras añoro, cuando voy y vengo.  Me miran.  Es cierto que ya no les temo, pero me da coraje y me revelo cuando abusan.

A estas alturas de mi vida no voy a permitir que nada, ni nadie, ni siquiera ellas, pretendan bailar sobre mi.

Quieren continuar filmando mi vida, pues ya no me interesa, cuando yo quiera me volveré invisible, total ausencia, olvido, para ser precisa, me borraré del mundo.

Año cinco: día tras día:

Soy invisible. Tan invisible como el dolor causado por amor o aquel que se presenta en mis dientes y que aparento no sentir, aunque tenga seis páginas de historia dental de mis calces.

A este paso, la información debe guardarse en un CD, aunque es probable que ellas ya  tengan filmado, mis bostezos, mis risas y carcajadas o simplemente he estado boca abierta.

Año seis: día tras día:

Acepto su presencia pero no me acostumbro.  Volteo la silla y de espaldas a su mundo, paso a ser testigo mudo del tiempo suspendido.

La pared, otrora inmaculada y hasta el mismísimo cielo, lucen desteñidos; la silla nova en otros tiempos, está cuarteada.  Hoy luzco sin brillo. Y la pared, el cielo, la silla y yo, formamos un grisáceo conjunto cubierto del impertérrito polvo, que acumula el tiempo en su silencioso avance por el cosmos.

Año siete: día tras día:

Cierro los ojos, no negaré que el deseo de confundirlas me agrada. Las escucho. Hablan de paciencia. Van a esperar que me salgan raíces y me broten ramas y  cuando estén secas se posarán en ellas y anidarán en los pliegues de mi ajada piel y que blablablá.

Año ocho: día tras día:

Ellas ignoran que continúo con vida.

Mi respiración es pausada. De cuando en vez extiendo mis brazos. Busco una primavera equívoca.  Doy zarpazos que casi no tocan el viento.

Gracias a los recuerdos, aún subsisto.

Año nueve: día tras día:

A estas alturas del camino he aprendido a “hilar fino”; muchas cosas han desaparecido de mi cabeza.  Otras, aún están perennes en mi subconsciente y autentifican mi existencia.

Ellas, se muestran asustadas, revolotean y en el ruidoso aleteo rasgan la cinta y ante mis ojos, cae vencida la nostalgia, rebotan del piso las melancolías con todas sus letras y los fracasos de caucho transcurridos en el tiempo.   Aparte, saltan a la luz los mil y un pretextos de la vida.

Sonrío con suavidad, como si estuviera llorando al revés. En realidad es casi una ligera mueca. Me siento dueña de un árido pensamiento. He recuperado mi capacidad de asombro.

Los días están contados, pero la libertad de la princesa  está en ellas, que impasibles continúan filmando.

Tomado del libro Los días están contados de Luz Gabriela Rodríguez

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